ALBERTO:
Lo cierto, es que no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí,
porque lo último que recuerdo es desear, con todo mi ser, olvidar.
Olvidarlo todo. Y beber. Beber hasta conseguir que mis penas flotaran
en el whisky con el que me tragaba las pastillas, y que mi memoria se
deshiciera al mismo tiempo que los cubitos de hielo y se
largaran hasta el fondo del vaso o del precipicio. Pero no, el
alcohol no borra nada, ya lo sabemos, como tampoco el tiempo lo cura
todo, como mucho cicatriza. Así que aquí sigo, sin morir en el
intento. Ahora que lo pienso, creo que mi vida siempre ha tenido un
poco de cuento. Pero uno de Poe, de esos que te enganchan por el
terror, el desastre y la intriga, y, en mi caso, más que por el
misterio, por la desgracia. Y cómo él, al final, con lamentables
consecuencias. Pero qué maleducado, yo aquí, delante de todos
vosotros, desconocidos, contándoos a tientas mis pretendidos y
frustrados olvidos, sin ni siquiera presentarme. Disculpadme, soy
Alberto. Mi mujer Sara, me dejó hace ya un año, pero no, no es por
eso por lo que he llegado hasta aquí y hasta ésto. O no solo por
eso. Nuestra pesadilla empezó cuando intentamos incansablemente ser
padres durante 12 años. Sufrimos y pasamos por el trance de cinco
abortos. Sí cinco, los podéis contar con una sola mano. No
es mi intención que me compadezcáis, pero... ¿Alguien piensa en el
padre cuando se produce un aborto? Sed sinceros, pensadlo fríamente.
Casi nadie. Sé que Sara se llevó la peor parte, lo sé. La veía
apagarse un poco con cada una de las pérdidas, hasta hacerse
prácticamente invisible en el espejo. Se le transportaba la pena por
las venas. Pero a mí también, con ella. Por ella. Por un nosotros
que aspiraba a familia pero que al final se quedó en ninguno. Por
cada uno de los bebés que no llegaron a nacer, pero que
quisimos como una parte de nuestro cuerpo, concretamente la del
corazón, y que con cada uno que se iba nos lo iba rompiendo y
encogiendo poco a poco, hasta dejarlo en los huesos. Los médicos no
nos daban una explicación lógica para aquellos desgraciados
hechos. Tampoco ninguna solución a la que pudiéramos aferrarnos con
uñas, razón y dientes, y no únicamenente con toda nuestra
desesperación, angustia e impaciencia. Que
si, posiblemente, fuera porque tenía obstruidas las trompas. Que si,
posiblemente, mis espermatozoides no tenían la suficiente fuerza.
Que si, posiblemente, nuestra sangre no era compatible. Que si,
posiblemente, las hormonas. Y mientras, pruebas, y más pruebas, y
que, bla bla, bla bla bla, bla bla bla, bla bla bla, me cago yo en
Satanás. Y cada uno, era un mazazo en el alma y en el estómago. Que
a veces están en el mismo sitio. Y pueden llegar a doler no igual,
sino el doble. Los tres primeros llegaron a tener nombre y latido.
Les imaginábamos el color de ojos: al primero verdes como los míos;
al segundo achinados como los de Sara. A los tres la piel de su
madre, los rizos de su abuela, la risa contagiosa de su tía
Enriqueta; los pies fríos, y, a todos, los destinos cargados de
sueños. Los dos últimos nos hacían tantísimo daño, que como si
lo pudieran intuir, se fueron sin apenas hacer ruido... (En este
momento, se apaga la luz del foco que ha estado iluminado a Alberto,
el micro parece carraspear, hay una calma sepulcral entre el público,
se vuelve a escuchar únicamente su voz entrecortada )... se fueron,
y solo nos dejaron silencio.Hasta aquí. Mi lamentable vida, reducida
a recuerdos.