Del amor y otras posturas sexuales
No es hasta bastante después de despedirse que reflexiona sobre ello y
llega a la inequívoca conclusión, que no por inequívoca resulta menos confusa.
No fue una despedida de película en un aeropuerto, ni en una calle con niebla
ni en un cielo con luna. Fue una despedida en un banco de una plaza de cemento mal
ideada en la que el viento entra por todas partes, con demasiado frío, con un
Sol que apreciaban que viniera porque daba algo de calor, pero deseaban que se
fuera o se calmara porque les tocaba en la cara y les deslumbraba. Y estar allí
sentados con el viento frío, tapándose los ojos con la mano para hacerse
sombra, paseantes de perros y jugadores de pelota pasándoles cerca, el ruido de
la puerta automática del supermercado que se abría y se cerraba constantemente,
la escultura fea y vulgar del centro de la plaza y los coches que circulaban
por la carretera, resultaba ya incómodo como para añadir además el efecto
especial extra de una despedida. A ella le abrumaba la tristeza de no ser
correspondida y a él la de no poder corresponderla, a ella la ahogaba no poder
agarrarse al tablón para evitar el naufragio y a él el saberse lleno de
astillas que la abrían cortado las manos y provocado infecciones. Un pobre loco
borracho, más borracho que loco y más loco que pobre, le pidió a él un
cigarrillo en dos o tres ocasiones, pues iba girando por la plaza rectangular
como si estuviera montado sobre unos raíles y repetía las mismas paradas,
obteniendo siempre las mismas respuestas, que es lo que ocurre si siempre haces
las mismas preguntas. Hablaron un rato, luego se quedaron en silencio. Las
palomas que se adueñan poco a poco de todo y a las que todo les importa poco,
merodeaban buscando restos de comida y apenas se inmutaban por los gestos de él
con la mano o con el pie para asustarlas, ya están inmunizadas, la ciudad es
suya. Después del silencio volvieron a hablar, ya como colofón de todo, un
cierre triste de ventanas, una caída de telón que es más bien una decaída para
el final de una obra en la que los actores y las actrices se marchan sin
aplausos, no porque la obra sea mala, que quizá lo es, sino porque no hay
público.

Y pasan los días y las semanas y a pesar de que cada día piensa menos en ella, no hay día en que no la piense y sabe que seguramente será ya así hasta que muera de cáncer o de un infarto o aplastado por un piano de cola o de cualquier otra manera. Cuando piensa en la muerte le produce cierto grado de pánico imaginar que quizá muera solo, en su casa, sin nadie que se dé cuenta y corra a cogerle en brazos mientras llora y llama a una ambulancia y grita su nombre y le ruega que no se muera, que todavía no. Y le produce cierto grado de desagrado proyectar su cuerpo tumbado en el suelo frío durante dos, tres o cuatro días, los ojos abiertos mirando sin ver el techo blanco, las manos y los brazos caídos a los lados, quizá sujetaban una taza de café o una copa de vino o un libro. O la escoba o un trapo o el teléfono móvil. Pero pasan los días y aunque cree que cada vez piensa menos en ella a pesar de que no hay día que no la piense, estos pensamientos crecen en profundidad y en hondura, se retuercen en un espiral hacia dentro, curvas cada vez más pequeñas y más cerradas, pero que pueden menguar hasta el infinito entrando, como en aquella película cuyo título no recuerda pero del que sí quiere acordarse, en una dimensión cuántica del espacio tiempo. En esos pensamientos se va fraguando la conclusión inequívoca, no por eso menos confusa.
Su mente tiende a pensar demasiado, a darle vueltas a todo, a reflexionar sobre premisas que no requieren reflexión, su mente se aburre de sí misma, se llama cansina y cargante. Pero es un vicio adquirido y no sabe parar o sí que sabe, pero no sabe que lo sabe. Así que se mira y remira los pensamientos hasta marearlos, lleva las emociones al plano de la razón y la razón al plano emocional, cada cosa tiene que pasar por el filtro de su opuesto. Así que esa conclusión a la que llega le sirve para alimentar el vicio adquirido durante días o quizá semanas. Y con ella, la conclusión, se mezclan los recuerdos que se van difuminando al quedar, a cada vistazo, más lejanos y la imaginación y las sensaciones de lo que fue y lo que pudo haber sido los distorsionan. Recuerda conversaciones y risas, recuerda momentos de tensión y momentos distendidos, recuerda el sexo, recuerda las caricias y los besos y los ojos fijos del uno en la otra y de la una en el otro durante tiempo que no tiene medida posible porque, éste sí, entra en una dimensión cuántica, recuerda todas las contradicciones ajenas y propias y, sobretodo, recuerda la extrañísima percepción de yo-yo que tenía. No en el sentido de un doble yo egocéntrico, que quizá también, pero ahora no toca eso; en el sentido de una subida hasta el tope y una bajada hasta el máximo, a ras de suelo. La capacidad absoluta de sentir muchísimo durante unos instantes y la percepción de no sentir nada durante otros. No, mentira. Siempre sintió algo. Es más la capacidad absoluta de dejar que los sentimientos fluyeran muchísimo durante unos instantes y la incapacidad de no dejarlos emanar de ninguna manera en otras. Los pórticos de una ventana que se cierran y se abren a golpes durante un vendaval. Un pequeño bote disfrutando y a la vez temiendo la tormenta en que se ha metido. El vértigo y la adrenalina del momento antes de saltar.
Al final no saltó.
La conclusión inequívoca es que de todas las personas con las que él podía
haber coincidido, coincidió con ella; de todas las personas con las que ella
podía haber conectado, conectó con él. Y por añadidura, el convencimiento
absoluto de que ella merecía a alguien mejor (más inteligente, más sensible,
más empático, más guapo, más fuerte, más cálido y cientos de miles de mases
más) y sin embargo, estaba enamorada de él. Y a pesar de que él siempre había
deseado a alguien como ella (tan inteligente, tan sensible, tan empática, tan
guapa, tan fuerte, tan cálida y cientos de miles de tantos más), no fue capaz de
enamorarse, de cerrar los pórticos de la ventana o de asegurarlos para
contemplar el vendaval, no fue capaz de disfrutar de la tormenta ni de aprovechar
la adrenalina para, finalmente, saltar, gritar Gerónimo y ver como el suelo se
acercaba a velocidad terminal sabiendo que, al igual que el yo-yo, no llegaría a
estamparse contra el suelo porque había una mano que lo sujetaba.